Como investigadora y profesora comprometida con la formación docente, me he dado cuenta de que el proceso de evaluación es, en el fondo, una experiencia profundamente humana. Es una oportunidad para construir comunidad entre colegas, para reconocernos en las historias de los otros y para replantearnos lo que significa enseñar. En mi rol como asesora, trabajo desde la convicción de que la evaluación no debe ser una experiencia punitiva o de mera fiscalización, sino una puerta hacia la mejora continua. Como señala Santos Guerra (2003), “la evaluación es una actividad ética antes que técnica”, y debe entenderse como un proceso al servicio del aprendizaje, no del castigo.
Cuando hablo con los profesores, intento siempre aterrizar los Estándares del Marco para la Buena Enseñanza (MBE) a su realidad. No tiene sentido recitar conceptos si éstos no dialogan con el aula, con los desafíos que enfrentan o con los sueños que tienen para sus estudiantes. Por ejemplo, cuando exploramos el estándar relacionado con el diseño de experiencias de aprendizaje, lo hacemos desde la pregunta: ¿Cómo te aseguras de que tus estudiantes realmente se conecten con lo que les estás enseñando? Y, a partir de ahí, tejemos reflexiones que son tan personales como profesionales. En línea con Ausubel (1976), sabemos que “el aprendizaje significativo ocurre cuando el nuevo conocimiento se ancla en lo que el alumno ya sabe”.
El enfoque reflexivo que promuevo busca desmontar la idea de que hay una única forma correcta de enseñar. Se trata de mirar nuestras prácticas con honestidad y, sí, con valentía. Porque reflexionar implica aceptar que hay cosas que podemos hacer mejor. Pero también implica reconocer lo que ya estamos haciendo bien, y a veces eso es lo más difícil: permitirnos celebrar nuestros logros en un contexto que muchas veces es exigente e implacable. Tal como plantea Donald Schön (1983), “la práctica reflexiva es el corazón del desarrollo profesional docente”, un ejercicio continuo de pensar sobre lo que hacemos para mejorar con intención.
Agregar un espacio específico para fundamentar una experiencia pedagógica basándose en las características de aprendizaje, el contexto sociocultural y las preferencias e intereses de los estudiantes ha sido un paso transformador en la mirada pedagógica de las prácticas docentes. Este enfoque no solo enriquece las reflexiones individuales de los profesores, sino que también redefine su comprensión del aula como un espacio dinámico, diverso y profundamente influenciado por las realidades de quienes lo habitan. Como lo propone Freire (1970), “la educación auténtica no se da desde el docente al estudiante, sino entre ambos, en diálogo con la realidad”.
Cuando los docentes se detienen a analizar las características de aprendizaje de sus estudiantes, comienzan a reconocer que no se trata únicamente de adaptar métodos o estrategias, sino de entender los ritmos, fortalezas y desafíos únicos de cada estudiante. Esta perspectiva permite que la planificación deje de ser genérica para volverse un acto intencionado, casi artesanal, donde se busca conectar con el proceso cognitivo y emocional de los alumnos. Linda Darling-Hammond (2006) señala que “los docentes eficaces son aquellos que comprenden profundamente a sus estudiantes y su contexto”, lo que reafirma esta mirada pedagógica personalizada.
El contexto sociocultural, por su parte, invita a los docentes a mirar más allá de las paredes del aula. Reflexionar sobre cómo la cultura, las tradiciones, los valores y las experiencias comunitarias influyen en el aprendizaje es abrir la puerta a una pedagogía que dialoga con la vida real. Este reconocimiento no solo fortalece el vínculo entre la escuela y la comunidad, sino que también ayuda a los docentes a construir prácticas más inclusivas y significativas. En palabras de Henry Giroux (1997), “toda pedagogía es política y está enraizada en contextos sociales concretos”.
Incorporar las preferencias e intereses de los estudiantes al análisis pedagógico ha sido un giro clave para revitalizar la enseñanza. Los profesores que se permiten explorar lo que apasiona a sus alumnos descubren caminos inesperados para captar su atención y motivarlos. De repente, los intereses en la música, los deportes, la tecnología o las problemáticas sociales se convierten en vehículos para abordar contenidos curriculares de manera que resuenen en los estudiantes. Stiggins (2005) lo resume al afirmar que “una evaluación auténtica debe estar al servicio del aprendizaje y responder al compromiso del estudiante con su propio proceso”.
Lo más poderoso de este enfoque es que fomenta una mirada reflexiva en los docentes como pedagogos. Ya no se trata solo de cumplir con un estándar o planificar una actividad, sino de justificar el por qué y el para qué de cada decisión pedagógica. Este acto de fundamentación los obliga a articular con claridad cómo sus prácticas responden a las realidades de sus estudiantes y los lleva a cuestionar, ajustar y mejorar constantemente. Brookfield (1995) lo plantea con claridad: “la reflexión crítica es esencial para descubrir las suposiciones ocultas que guían nuestras decisiones pedagógicas”.
En mi experiencia como asesora y profesora perteneciente a la Red Maestros de Maestros, he visto cómo este espacio para fundamentar cambia conversaciones superficiales por diálogos profundos y profesionales. Los docentes se sienten empoderados porque empiezan a verse a sí mismos como agentes reflexivos y estratégicos, capaces de transformar su práctica a partir de un conocimiento más integral de sus estudiantes. Y, en última instancia, esto impacta directamente en la calidad del aprendizaje: cuando los estudiantes sienten que las experiencias pedagógicas tienen sentido para ellos, su compromiso y participación florecen.
Como docentes, siempre estamos en constante movimiento, buscando maneras de llegar más allá, de hacer que nuestra enseñanza realmente transforme vidas. Los cambios que ahora forman parte del proceso de evaluación docente no son una barrera, sino una invitación a mirar nuestra práctica con nuevos ojos, a cuestionarnos y a crecer. Sí, puede ser desafiante. Reflexionar sobre nuestras decisiones pedagógicas y fundamentarlas en las características de nuestros estudiantes y su contexto nos empuja fuera de nuestra zona de confort, pero también abre un mundo de posibilidades para enseñar con mayor intención y profundidad.
Cada vez que te atreves a analizar tus prácticas, estás construyendo un puente hacia una educación más significativa. Este proceso no se trata de señalar errores, sino de descubrir oportunidades. Es una herramienta que te da el poder de transformar lo que ya haces bien en algo extraordinario.
Te invito a abrazar estos cambios con una actitud abierta y optimista. Atrévete a desafiar tus propios análisis, a explorar nuevas formas de pensar y a compartir tus aprendizajes con otros. No olvides que cada paso que das, por pequeño que parezca, te está haciendo crecer como profesional.
En este camino no estás solo: somos una comunidad comprometida con la mejora continua y en esa red de apoyo encontramos la fuerza para avanzar. Juntos podemos hacer que este proceso no solo sea positivo, sino una experiencia realmente alentadora que nos motive a ser mejores cada día, por nosotros, por nuestras comunidades y, sobre todo, por nuestros estudiantes.
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