La fragmentación de la subjetividad en la tortura: Una mirada a la poética del espacio en El Estadio, de Sergio Villegas.
Carmen Gloria Carvajal V.
Magíster en Literatura
Universidad de Playa Ancha de Valparaíso.
En regímenes autoritarios, uno de los mecanismos represivos de mayor impacto es la tortura. Ésta busca fragmentar al Otro a través del desmoronamiento del mundo personal el cual está compuesto por tres estratos: el lúdico, el psicológico y el lingüístico.
Por otro lado, la resistencia crea medios para sobrevivir y mantenerse en su lucha. Es de esta manera como el relato testimonial El Estadio, de Sergio Villegas[1], representa una muestra de la desilusión, persecución y tortura de los comunistas por los militares en Chile para el Golpe de Estado de 1973, y como el estadio, un espacio de transitoriedad, un no lugar según Augé[2], se convierte, a través de la experiencia de los detenidos, en un lugar de memoria.
En relación a los estratos mencionados anteriormente, el estrato lúdico está dado por la capacidad de creatividad de los opresores. Se divierten creando situaciones que recuerdan juegos infantiles: la gallinita ciega, el montoncito, etc. O se burlan recordando la crueldad infantil:
Había un hostigamiento constante en pequeñas cosas, pinchazos que en esas condiciones llegan muy al fondo y desesperan, todo con una crueldad torpe que ellos consideraban a veces muy graciosa. Era, por ejemplo, el agua que echaban a correr cuando a uno lo llevaban al baño, frente al cual había una llave, sin permitirle acercarse. Uno la oía y sentía ganas de correr. O era el humo que le echaban a la cara, a grandes bocanadas, al preso que tuvo la ingenuidad de preguntar: “¿Me podría conseguir un cigarrito? (p. 88)
Sin embargo, este libro presenta un rasgo singular: los presos en el estadio, para no perder la cordura, crean sus propios juegos, ya sea por evasión o distracción: con cal dibujan tableros de ajedrez y un joven artesano esculpe en pedazos de madera las piezas necesarias, con cartones de detergente hacen naipes, etcétera.
El estrato lingüístico es aquél que es desmoronado a través del lenguaje. Existe una suerte de desorientación del Otro por parte del Sujeto nombrando eufemística e irónicamente los métodos de tortura: a un pasadizo oscuro le denominaban “el boquerón”, nombran a los detenidos como “el personal”, un acervo de cuerpos humanos será “el castillo” o “los fiambres”, o el temido “Palacio de la Risa”. Otros medios para perturbar a los presos es hacerlos cantar o contar chistes insistentemente o alterando sus nombres:
¿Cómo te llamas?”
“Eduardo Paredes.”
“No, huevón, tú te llamas Coco.”
Le propinaron varios golpes y continuaron las preguntas:
“¿Cómo te llamas?”
“Coco Paredes.”
“No, huevón, te llamas Eduardo Paredes”
Nuevos golpes. (p. 20)
En este punto también aparece un rasgo diferenciador con respecto a otros libros de este género: los detenidos crean su propio lenguaje dentro de las posibilidades. Es así como surgen mitos dentro del estadio como, por ejemplo, el del griego. Un mito que viene a ensalzar los valores comunistas. Otro elemento estimulante son las canciones: los detenidos se abanderan con la canción Libre que, posteriormente, los fascistas intentarán apropiarse.
Finalmente, el estrato psicológico es destruido a través de la pérdida del sentimiento de pertenencia: los sacan de sus hogares y trabajos, los hacen ver como enemigos de la nación y rompen la unidad familiar:
A veces, el sufrimiento de los presos era de otro tipo, mucho más duro que el del cuerpo, mucho más difícil de soportar y combatir. Un golpe, por terrible que sea, es algo claro, localizado, que uno puede resistir o no, pero que lo afecta a uno solamente. Cuando la tortura, en cambio, toca sentimientos muy hondos y significa una incertidumbre enorme y terrible respecto a otras personas, entonces la cosa es peor que cualquier prueba.(p. 89)
Una vez puestos en libertad, los presos políticos se sienten acongojados por un sentimiento de culpa por aquellos que quedan dentro del recinto y un miedo latente por la seguridad de sus seres queridos:
Mi compañera es lo que me preocupa. Está bien, no tienen nada contra ella, pero uno nunca sabe lo que pueden hacer. No me ha venido a visitar. Hace cinco o seis días que no sé de ella. A veces me siento muy mal en esta casa tan segura. (p.69)
Pero cuando uno vuelve a su casa, comienza de nuevo el temor. Estaba asustada porque en el cuartel me preguntaban mucho qué edad tenía mi chica y ya sabían que tenía trece años. Me daba un miedo terrible de que fueran a interrogarla. Me acordaba de las liceanas. Tenía que hacerla desaparecer de alguna manera. (p. 220)
Esta anulación psicológica se ve potenciada en la desconstrucción del espacio, siendo, precisamente este aspecto, el tema principal de este ensayo.
El estadio es un lugar de evasión y entretención, punto de encuentro para la familia y los amigos donde se disfrutan encuentros deportivos, recitales y, antiguamente, los clásicos universitarios[3]. Tras el golpe de estado, se verá alterada la función del estadio transformándose en un campo de concentración:
Yo llegué al Estadio Nacional cuando los jefes de ese campo de concentración estaban preparando y organizando el traslado de los presos, el reparto de la gente a distintas prisiones y campos y a distintos puntos del país. Sin duda porque el Estadio se está convirtiendo en un escándalo mundial por la cantidad de hechos brutales y sangrientos que se habían producido en él. (p. 92)
Gastón Bachelard plantea en La Poética del Espacio que: “la imagen lo es todo, salvo un producto directo de la imaginación”. Lo fundamenta diciendo que las imágenes aspiran a determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios amados. Son espacios enlazados. A su valor de protección que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, los cuales pasan a ser dominantes. Es vivido y atrae casi siempre. El juego del exterior y de la intimidad no es, en el reino de las imágenes, un juego equilibrado.[4]
Marc Augé intenta diferenciar bajo una mirada antropológica los términos lugar y espacio. Así, para Augé, lo primero indica un lugar de identidad, relacional e histórico; en cambio, el espacio no puede definirse como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico. Él lo llamará un no lugar.
Su hipótesis plantea que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que no integran lugares antiguos. Éstos, catalogados, clasificados y promovidos a la categoría de “lugares de memoria”, ocupan allí un lugar circunscrito y específico. Ejemplo: El Partenón, el Coliseo Romano, etc.
Un no lugar existe igual que un lugar, pero no bajo una forma pura. Propone el término acuñado “oficiomudo”: puntos de tránsito y ocupaciones provisionales.
El contacto recurrente con los no lugares produciría, según la correspondencia planteada, “no personas”[5], es decir, su existencia y valor se reduciría a números de pasajes, cuentas corrientes, visas, roles, etc. Dicho de otra manera, en estos no lugares nadie reconocería a las personas por su nombre y, menos aún, por su valor ontológico.
De este modo, los estadios estarían siendo incluidos bajo la categoría de los no lugares, pues cumplen con estas características: Son espacios públicos, semiprivados, puntos de evasión y transitoriedad. Sin embargo, las experiencias vividas y la memoria de los detenidos transformará este no lugar en un lugar.
En El Estadio aparecen nombrados dos recintos deportivos, ambos con la misma característica de centros de tortura: el Estadio Nacional[6] y el Estadio Chile.
El Estadio Nacional era en esa época un campo de concentración en vías de cerrarse, pero la presión sobre los presos, constante, intimidatoria, no se soltaba.(p. 96)
Ya sabía que lo habían matado en el Estadio Chile en los primeros días. (p. 97)
Unos brasileños me contaron lo que le había pasado a Víctor Jara en el Estadio Chile. A ellos los llevaron al Estadio Nacional y ahí nos conocimos. (p. 102)
Se desconstruirá el concepto de estadio: la cancha será cárcel y los camarines cámaras de tortura donde los presos serán golpeados, cercenados, sometidos a electroshock y, finalmente, ejecutados:
El sábado 15 anunciaron el traslado al Estadio Nacional y todos pensaban que Víctor (Jara) partiría con la masa de prisioneros. Parecía que definitivamente se habían olvidado de él. Aquella mañana comenzó a dictar los versos que tituló “Estadio Chile”. No los pudo concluir. Lo sacaron de las galerías y lo llevaron junto a un grupo calificado de ‘los marxistas especializados en explosivos’. Lo llevaron a uno de los camarines transformados en cuartos de tortura y empezó un nuevo festín de golpes. (p. 107)
El lugar y el no lugar son más bien polaridades: el lugar no queda nunca borrado y el no lugar no se cumple nunca totalmente. No existe una verdadera comunicación, sino más bien, un contacto entre individuos.
El hombre crea lugares. Deja su sello, su huella, su identidad. El hombre postmoderno vive atareado buscando un no sé qué. Vive en no lugares, lugares de tránsito, de gusto internacional, sin sello personal. Vive en lo público, pues no hay tiempo para la estética, sólo para lo funcional.
Augé menciona a Michel de Certeau[7] aludiendo que éste no opone los lugares a los espacios como los lugares a los no lugares, pues el espacio es un término más amplio, es un lugar practicado, un cruce de elementos en movimiento.
Después del hall nos hicieron pasar a la sala y ahí nuestra sorpresa fue enorme. El estadio estaba repleto. Con unas cinco mil personas sentadas, un “lleno” sólo comparable al de las grandes peleas o los grandes partidos. Sólo arriba se veía un pequeño hueco, un espacio.(p. 22)
Augé también hace referencia a Merleau Ponty para definir espacio. Plantea que el espacio antropológico es un espacio existencial, lugar de una experiencia de relación con el mundo, de un ser esencialmente situado “en relación con un medio”
Para Ponty, la palabra es un acto de elocución. Sólo a través de la palabra hablada, cuando aparecen las convenciones, el espacio se cumple.
De esta forma, privilegia el relato como trabajo que “transforma los lugares en espacios o los espacios en lugares”. Se deriva de ellos una distinción entre hacer y ver, localizable en el lenguaje ordinario en el hecho de proponer un cuadro (hay...) y organiza movimientos (tú entras, atraviesas, etc)
El relato se compone de la doble necesidad de hacer y ver. Certeau llama la “delincuencia que atraviesa, transgrede y consagra el privilegio del recorrido sobre el estado.”[8]
Entiéndase que la palabra hablada no debe ser tomada como la contrapartida de la palabra no dicha, sino, al sentido inscrito y simbólico, el lugar antropológico. Augé incluye en los lugares antropológicos, la posibilidad de recorridos que en él se efectúan, los discursos que allí se sostienen, el lenguaje que lo caracteriza.
En este sentido, el relato sostendrá al estadio como lugar. El tipo de lenguaje será distinto entre opresores y oprimidos. Será característico de los fascistas un lenguaje soez, agresivo e intimidante. De los comunistas, en cambio, de resistencia, de mantenerse firme ante la persecución.
Después le pegaron a los dos, al delatado y al delator.
“A ti por maricón”, dijo un cabo, “y a ti por huevón”. (p. 21)
Oí la voz de un oficial.
-¡Te vamos a matar, pues, rechuchas de tu madre, porque no quisiste delatar a tus compinches! ¡Ahora andan por ahí tranquilos y tú vas a tener que pagar por ellos! (p. 61)
Tratábamos de acortar la noche. Hablábamos de una cosa y otra. Nos dimos cuenta de algo: la mayoría estaba ahí por la misma razón, porque la policía quería el paradero de los maridos. Las afectadas llegaban a la misma conclusión: “No decimos nada.” (p. 216)
Por otro lado, Augé recurre a Certeau diciendo que un no lugar es para aludir una especie de cualidad negativa del lugar, de una ausencia de lugar en sí mismo que le impone el nombre que se le da. “los nombres propios vienen de un mandato del otro”.
Augé nos recuerda a Starobinski, el cual define a la modernidad postulando que el movimiento agrega a la coexistencia de los mundos y a la experiencia combinada del lugar antropológico y de aquello que no es más él, la experiencia particular de una forma de soledad y, en sentido literal, de una “toma de posición”: la experiencia de aquél que, ante el paisaje que se promete contemplar y que no puede no contemplar, “se pone en pose” obteniendo un placer raro y melancólico.[9]
Así, en los períodos golpistas, los enajenados mirarán desde afuera, mas sentirán la melancolía de la cual habla Starobinski. Al narrarse el funeral de Pablo Neruda se observa claramente esta situación:
En muchas ventanas aparecía gente que hacía un saludo silencioso con un pañuelo o levantando una mano.[...] Los que se asomaban a saludar eran sobre todo dueñas de casa, algunos viejos. No era poco, porque cualquiera que estimara en algo su vida en esos momentos no debía mostrar simpatía por nada que no fuera el golpe.(p. 193)
La modernidad se caracteriza por la pérdida del sujeto en la muchedumbre o el poder absoluto reivindicado por la conciencia individual (la conciencia del proceso que se está viviendo y su correspondiente capacidad de crítica y abstracción)
Finalmente, Augé plantea que el anonimato que requiere el no lugar puede ser como una liberación por aquellos que, por un tiempo, no tienen más que atenerse a su rango, lugar o aspecto. Existe una suerte de “identidad compartida” El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino, soledad y similitud.
-¿Por qué se portan así con nosotros?- le pregunté.
-Estamos obligados- me explicó.- Si no los golpeamos nos arrestan por desobedecer instrucciones. Imagínate cómo será para mí si tengo un hermano detenido aquí. (p. 45)
El que me allanaba era un oficial y hacía como si no me conociera. No decía una palabra. Cumplía su obligación. Pero nos conocíamos. Nos habíamos tomado un trago más de una vez en el club del servicio en la calle Compañía. Habíamos hablado de una u otra cosa de la profesión. Ahora estaba ahí, palpando y registrando en silencio. (p.72)
Tampoco le da lugar a la historia, eventualmente transformada en elemento de espectáculo, es decir, por lo general, en textos alusivos. Allí reinan la actualidad y la urgencia del movimiento presente. Como los diarios simpatizantes con el régimen autoritario que publicaban la verdad oficial de las muertes de los presos políticos y operaciones inexistentes:
¡Ah! Se referían a una historia que habían contado especialmente los diarios La Tercera y El Mercurio, cuando la prensa de derecha inventaba cualquier cosa para ambientar el golpe que venía. (p. 83)
Conjuntamente al espacio está el tiempo. Los prisioneros tras la tortura pierden la noción de tiempo, volviéndose en una medida subjetiva más que objetiva. Augé concluye: “Como los no lugares se recorren, se miden en unidades de tiempo”[10]
Me dejó sin respiración con un golpe en el estómago. Me iba cayendo, como en cámara lenta sentía yo, mientras le hacía señas con la mano que no me pegara más. (p. 64)
Hasta que abrió la puerta otro oficial y le preguntó:
-¿Y tú, qué haces aquí?
Él trató de explicar.
-¿Desde cuándo estás aquí?- volvió a preguntar el oficial. El compañero no supo qué responderle. Había perdido la noción del tiempo. (Sólo cuando se lo dijimos supo que había estado tres días perdido). (p. 44)
El régimen fascista sabía, indudablemente, cómo fragmentar la subjetividad al Otro. Transformó los no lugares en lugares: les dio forma, textura y olores. De la transitoriedad derivaron a la memoria. Utilizó, al mismo tiempo, el anonimato que propicia el no lugar para actuar impunemente. Transformó un recinto de ocio y espectáculo en un campo de concentración y, aquello, quedaría en la memoria del pueblo. Junto a ello, el miedo, la autocensura y el dolor.
No sólo los estadios fueron transformados en lugares: las plazas públicas, las universidades, las calles, las panaderías. Frente a esto, recuérdese las palabras finales del libro:
Hay que ver cómo anda la gente por la calle, la tristeza con que anda. Me contaba mi hermano, ayer, que vio a dos mujeres llorando en el bus. Algunos se dieron cuenta. Iban sentadas, las dos juntas, lloraban tranquila y silenciosamente. No me extrañó, porque a veces va una por la calle, por cualquier calle de Santiago, de pronto se distrae, recuerda alguna cosa y se le llenan los ojos de lágrimas. Sin darse cuenta. Y éste es un dolor de todos, no sólo de los grandes. (p. 222)
[1]Sergio Villegas,El Estadio. Once de septiembre en el país del edén. Santiago de Chile, Editora Periodística EMISIÓN S.A., 1991.
[2]Marc Augé, Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Barcelona: Editorial Gedisa S.A., 1994. Todas las citas se harán de este libro.
[3]Los clásicos universitarios eran los encuentros deportivos entre los dos equipos de fútbol universitarios más importantes de la época: la Universidad de Chile y la Universidad Católica, en los cuales cada plantel presentaba números artísticos de gran calidad en la década de los sesenta.
[4]Gastón Bachelard, La Poética del Espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica S.A. de C.V., 1991.
[5]Término acuñado por la autora del ensayo.
[6]Actualmente Estadio Víctor Jara.
[7]Augé, 85.
[8]Augé, 85.
[9]Augé, 95.
[10]Augé, 107.
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