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¿QUÉ ES SER PROFESOR?

 

 

Testimonio en el Auditórium del Instituto de Letras PUC

25 de abril de 1996.

 

                                                                                     Adolfo Godoy Castillo

 

El Instituto de Letras de la P. Universidad Católica de Chile, más allá de invitarme a este encuentro, con motivo del aniversario 25, me ha distinguido entre muchísimos ex alumnos que podrían dar valiosos testimonios de su experiencia estudiantil y profesional. Agradezco, pues, a su Director, José Luis Samaniego, y a todos los profesores que hoy me permiten dirigirme a ustedes, los actuales estudiantes. Me alegra, también, que se le llame “encuentro” ya que eso implica una relación humana más cálida y enriquecedora, por consiguiente, menos propensa a despertar bostezos de hipopótamo.

 

En primer término, quiero destacar que ustedes forman parte de una universidad ejemplar en la formación de profesores. La tradición, el alto nivel de entrega y exigencias, así como el debido provecho de las enseñanzas, se amalgaman otorgándole al egresado un sello que lo distingue y le es reconocido en todos los ámbitos de la educación. Sin embargo, la llave de ingreso al medio laboral es de carácter individual y depende del entusiasmo, la responsabilidad y el grado de conocimientos que cada uno alcance en el perfeccionamiento constante. Si bien es cierto que hay colegas que se prestigian trabajando en algunos colegios de renombre, hay, por otra parte, colegios que se prestigian por los profesores que allí ejercen.

 

Conviene, en segundo término, que los futuros docentes consideren el claroscuro de la profesión:

 

Con frecuencia se debe asumir una carga horaria abundante como medio ineludible para obtener un sueldo que permita solucionar los gastos inherentes al trabajo, a la sobrevivencia de la propia persona o de la familia. Para nadie es un misterio que, en ese sentido, la sociedad ha sido injusta con sus educadores.

 

La jornada suele prolongarse, muchas veces, más allá de los establecido en un contrato. No es raro que se deba ocupar, inclusive, el tiempo destinado al descanso dominical.

 

El desempeño en la sala de clases no es fácil. Los niños, que como decía Cervantes “son la generación más traviesa”, y los jóvenes que han acunado la expresión “no estoy ni ahí” revelando su desmotivación por la actividad escolar, exigen al profesor grandes esfuerzos para encontrar nuevas estrategias pedagógicas, generando, sumadas las dos razones anteriores, un notable desgaste. Con razón, Luciano, el escritor latino, para referirse al castigo que sufrirían los crueles criminales en el otro mundo decía:

“En la otra vida se les hará vender pescado por las calles o enseñar a los niños”.

 

Sin embargo, la actividad docente tiene recompensas que no se encuentran en otras profesiones u oficios:

 

El odontólogo sana la dentadura, pero es incapaz de dibujar una sonrisa en un niño; el cirujano extirpa los males del cuerpo, pero el profesor puede aliviar los dolores del espíritu; el ingeniero construye caminos mientras que el profesor levanta un puente que une al educando con su familia, sus compañeros y sus amigos; el campesino abre la tierra para sembrar mientras que el profesor abre surcos en el alma. 

 

Enseñar por amor es vivir el arte de la pedagogía, superando los niveles del instructor o del pedagogo conformista, para optar a ser un auténtico maestro. Todos nosotros hemos tenido algún paradigma en nuestra formación, al que le agradecemos a la distancia.

 

No hay tarea más digna e importante que la docente, pues, es savia con que avanza la civilización.

 

Muchas veces se debe extralimitar el área de los contenidos específicos para formar personas. Al respecto, permítanme citar brevemente un artículo tomado de Dimick y UFF (1970, pàg. 16):

 

“Enseñé durante diez años. Durante ese período, di deberes, entre otros, a quienes llegaron luego a ser un homicida, un predicador, un boxeador, un ladrón y un imbécil, respectivamente.

El homicida era un niñito tranquilo, que se sentaba en el primer banco y me miraba con sus ojos celestes; el predicador –de lejos el chico más popular de la escuela- era el que más se destacaba en los juegos; el pugilista estaba sentado junto a la ventana y, de vez en cuando, lanzaba una carcajada ronca que estremecía hasta las plantas de geranios; el ladrón era un alegre seductor, siempre con una canción en los labios, y el imbécil, un animalillo de ojos tiernos que andaba siempre buscando lugares de sombra.

 

El homicida aguarda la ejecución en la penitenciaría estatal; el predicador yace en el cementerio del pueblo hace un año; el boxeador perdió un ojo en una riña en Hong Kong; el ladrón, si se pone en punta de pie, puede ver las ventanas de mi aula desde la cárcel del condado, y, el deficiente mental, golpea con su cabeza las paredes acolchadas del asilo estatal.

 

Todos estos alumnos se sentaron otrora en mi aula. Se sentaron y me miraron con expresión de tristeza por encima de sus pupitres desvencijados. Pero yo brindé una gran ayuda a esos alumnos: les enseñé las fechas de las batallas, las fronteras de los Estados y cómo sacar la raíz cuadrada mediante procedimientos algebraicos”.

 

¿A quiénes enseñamos? ¿Para qué enseñamos? ... Son temas para reflexionar en otra ocasión.

 

Estimados jóvenes: Voy camino a las tres décadas dedicadas a la educación y quiero expresar que si ahora me ofrecieran un imposible que me permitiera volver a optar por una carrera, elegiría lo mismo.

 

La vocación no se compra. La pedagogía se ama. Amar es dar y el profesor que da, va sembrando semillas de humanización que germinarán en una sociedad más justa y solidaria. Quiero soñar que nos despertará el latido del corazón y no el ruido de la máquina que consume al hombre.

 

Muchas gracias.