Back to top

CUENTOS DE LA SELVA, Horacio Quiroga

Cuentos de la

Cuentos de la selva

Horacio Quiroga

LA TORTUGA GIGANTE

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy

contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se

enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo

podría curarse. El no quería ir porque tenía hermanos chicos a quienes

daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo

suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

-Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso

quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre

para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace

bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada

para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos

que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y

bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas.

Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco

minutos una ramadal con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y

fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento

y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y los llevaba al

hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y

las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes

como una lata de querosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito.

Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días

que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme

que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter

dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre

lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el

cazador que tenía una gran puntería le apuntó entre los dos ojos, y le

rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo

podría servir de alfombra para un cuarto.

-Ahora-se dijo el hombre-voy a comer tortuga, que es una carne muy

rica.

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la

cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres

hilos de carne.

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre

tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó

la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía

más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado

arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y

pesaba como un hombre.

La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin

moverse.

El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la

mano sobre el lomo.

La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó.

Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la

garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba

gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque

tenía mucha fiebre.

-Voy a morir-dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más,

y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de

sed.

Y al poco rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento.

Pero la tortuga lo había oído y entendió lo que el cazador decía. Y ella

pensó entonces:

-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me

curó. Yo lo voy a curar a él ahora.

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y

después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de

beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed.

Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al

hombre para que comiera, El hombre comía sin darse cuenta de quién le

daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada

vez más ricas para darle al hombre y sentía no poder subirse a los

árboles para llevarle frutas.

El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un

día recobró el conocimiento, Miró a todos lados, y vio que estaba solo

pues allí no había más que él y la tortuga; que era un animal. Y dijo otra

vez en voz alta:

-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir

aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme.

Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que

antes, y perdió de nuevo el conocimiento.

Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

-Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y

tengo que llevarlo a Buenos Aires.

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas,

acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó

bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas

para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al

fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió

entonces el viaje.

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche.

Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y

atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el

hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar

se detenía y deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho

cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre

enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería

dormir.

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía

tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua! a

cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más

cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba

debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A

veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre

recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

-Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me

podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.

El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de

nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el

camino.

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más.

Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido

desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza

para nada.

Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un

resplandor que iluminaba todo el cielo, y no supo qué era. Se sentía

cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el

cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre

que había sido bueno con ella.

Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella

luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir

cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.

Pero un ratón de la ciudad-posiblemente el ratoncito Pérez-encontró a

los dos viajeros moribundos.

-¡Qué tortuga!-dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y

eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña?

-No-le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre.

-¿Y dónde vas con ese hombre?-añadió el curioso ratón.

-Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires-respondió la pobre tortuga en

una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque

nunca llegaré...

-¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga

más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es

Buenos Aires.

Al oir esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía

tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico

vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía

acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a

un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y

él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se

curó en seguida.

Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había

hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios no quiso

separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era

muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el

Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

Y asi pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea

por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días

comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su

amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere

nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los

sapos, a los flamencos y a los yacarés, y a los pescados. Los pescados,

como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del

río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un

collar de bananas, y fumaban cigarrillos paraguayos. Los sapos se

habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo; y caminaban

meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por

la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos

pies. Además, cada una llevaba colgada como un farolito una luciérnaga

que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin

excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de

cada víbora. Las víboras coloradas levaban una pollerita de tul

colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo;

y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de

ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral que estaban

vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como

serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en

la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen

ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos

estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían

sabido como adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el

de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de

ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los

flamencos se morían de envidia.

Un flamenco dijo entonces:

-Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,

blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en

un almacén del pueblo.

-¡Tan-tan!-pegaron con las patas.

-¿Quién es?-respondió el almacenero.

-Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

-No, no hay-contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte

va a encontrar medias así.

Los flamencos fueron entonces a otro almacén.

-¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero contestó:

-¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en

ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quienes son?

-Somos los flamencos-respondieron ellos.

Y el hombre dijo:

-Entonces son con seguridad flamencos locos.

Fueron a otro almacén.

-¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero gritó:

-¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros

narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en

seguida!

Y el hombre los echó con la escoba.

Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes

los echaban por locos.

Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de

los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

-¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No

van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos

Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la

lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias

coloradas, blancas y negras.

Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la

lechuza. Y le dijeron:

-¡Buenas noches lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas,

blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos

esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

-¡Con mucho gusto!-respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y

vuelvo en seguida.

Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las

medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral,

lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había

cazado.

-Aquí están las medias-les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada,

sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un

momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes

quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van

entonces a llorar.

Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran

peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros

de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los

cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al

baile.

Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les

tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y

como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las

víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas

medias.

Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar.

Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban

hasta el suelo para ver bien.

Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban

la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la

lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es

como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban

sin cesar aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.

Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las

ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a

que los flamencos se cayeran de cansados.

Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más,

tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado; En

seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron

bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y

lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.

-¡No son medias!-gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han

engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han

puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víboras

de coral!

Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban

descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no

pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se

lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a

mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos,

enfurecidas, y les mordían también las patas, para que murieran.

Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las

víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo

que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron

libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.

Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban

a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los

habían mordido, eran venenosas.

Pero los flamencos no murieron, corrieron a echarse al agua, sintiendo

un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas,

estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días

y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre

de color de sangre, porque estaban envenenadas.

Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos

casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de

calmar el ardor que sienten en ellas.

A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por la tierra, para ver

cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y

corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande,

que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden

estirarla.

Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y

ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se

burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no

pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca

demasiado a burlarse de ellos.

EL LORO PELADO

Había una vez una banda de loros que vivía en el monte.

De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde

comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un

loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos

para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al

mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los

cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido

y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa,

para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que

un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se

llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro

de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del

jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco

de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro

entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el

mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las

criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: “¡Buen día. lorito!...”

“¡Rica la papa!...” “¡Papa para Pedrito!...” Decía otras cosas más que

no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con

gran facilidad malas palabras.

Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una

porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba

entonces gritando como un loco.

Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo

desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su

five o’clock tea.

Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia

salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso

a volar gritando:

-”¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!...”-y volaba

lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía

una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió, siguió volando, hasta

que se asentó por fin en un árbol a descansar.

Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas,

dos luces verdes, como enormes bichos de luz.

-¿Qué será?-se dijo el loro-. “¡Rica, papa!...” ¿Qué será eso?... “¡Buen

día, Pedrito!...”

El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las

palabras sin ton ni son, y a veces costaba enterderlo. Y como era muy

curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio

que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba

agachado, mirándolo fijamente.

Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún

miedo.

-¡Buen día, tigre!-le dijo-. “¡La pata, Pedrito!...”

Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene le respondió:

-¡Bu-en-día!

-¡Buen día, tigre! -repitió el loro-. “¡Rica papa!... ¡rica papa!... ¡rica

papa!...”

Y decía tantas veces “¡rica papa!” porque ya eran las cuatro de la

tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había

olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto

lo convidó al tigre.

-¡Rico té con leche!-le dijo-. “¡Buen día, Pedrito!...” ¿Quieres tomar té

con leche conmigo, amigo tigre?

Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y

además, como tenía a su vez hambre se quiso comer al pájaro hablador.

Así que le contestó:

-¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sordo!

El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho

para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto

que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche

con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.

-¡Rica papa, en casa! -repitió, gritando cuanto podía.

-¡Más cer-ca! ¡No oi-go!-respondió el tigre con su voz ronca.

El loro se acercó un poco más y dijo:

-¡Rico té con leche!

-¡Más cer-ca toda-vía!-repitió el tigre.

El pobre loro se acercó aun más, y en ese momento el tigre dio un

terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas

a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del

lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

-¡Tomá! -Rugió el tigre-. Andá a tomar té con leche...

El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía

volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los

pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los

pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el

espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo

que puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo

iba a presentarse en el comedor; con esa figura? Voló entonces hasta el

hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva,

y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de verg•enza.

Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:

-¿Dónde estará Pedrito?-decían. Y llamaban¡Pedrito! ¡Rica papa,

Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y

quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos

creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a

llorar.

Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y

recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con

leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.

Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin

dejarse ver por nadie, porque sentía mucha verg•enza de verse pelado

como un ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida. De

madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo

de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en

crecer.

Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la

hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si

nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo

vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

-¡Pedrito, lorito!-le decían-. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas

brillantes que tiene el lorito!

Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía

tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche.

Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana

siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como

un loco. En dos minutos le contó lo que había pasado: Un paseo al

Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada cuento

cantando:

-¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!

Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.

El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una

piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de

poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la

escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron

en que cuando Pedrito viera al Tigre, lo distraería charlando, para que el

hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.

Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba,

mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por

fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol

dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.

Entonces el loro se puso a gritar:

-¡Lindo día!... ¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con

leche?. ..

El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber

muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le

escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió

con su voz ronca:

-¡Acer-ca-te más! ¡Soy sor-do!

El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:

-¡Rico, pan con leche! ... ¡ESTA AL PIE DE ESTE ARBOL ! ...

Al oír estas últimas palabras, el tigre,lanzó un rugido y se levantó de un

salto.

-¿Con quién estás hablando?-bramó-. ¿A quién le has dicho que estoy

al pie de este árbol?

-¡A nadie, a nadie!-gritó el loro-. “¡Buen día, Pedrito! ... ¡La pata,

lorito! ... “

Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él

había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba

arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.

Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si

no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:

-”¡Rica papa! ... “ ¡ATENCION!

-¡Más cer-ca aun!-rugió el tigre, agachándose para saltar.

-¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO VA A SALTAR!

Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó

lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en

ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta

recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo,

y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un

rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar

el monte entero, cayó muerto.

Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento,

porque se había vengado-¡y bien vengado!-del feísimo animal que le

había sacado las plumas!

El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es

cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.

Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado

tanto tiempo oculto en el hueco del árbol y todos lo felicitaron por la

hazaña que había hecho.

Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo

que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el

comedor para tomar el té se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida

delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

-¡Rica papa!... -le decía-. ¿Querés té con leche?. ¡La papa para el

tigre!...

Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.

LA GUERRA DE LOS YACARES

En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el

hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían

pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo

pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban

sobre el agua cuando había noches de luna.

Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras

dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza

porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó

efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que

dormía a su lado.

-¡Despiértate!-le dijo-. Hay peligro.

-¿Qué cosa?-respondió el otro, alarmado.

-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un

ruido desconocido.

El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron

a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la

cola levantada.

Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía.

Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido

de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo

yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de

la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de

repente:

-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca

por la nariz! El agua cae para atrás.

Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de

miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:

-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más

cerca.

-¡No tengan miedo!-les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene

miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!

Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida

volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en

humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el

agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando

solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar

delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el

agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por

aquel río.

El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron

saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había

engañado, diciéndoles que eso era una ballena.

-¡Eso no es una ballena!-le gritaron en las orejas, porque era un poco

sordo-. ¿Qué es eso que pasó?

El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y

que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.

Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se

había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia

pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!

Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.

Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos

se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más

pescados.

-¿No les decía yo?-dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada

que comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana.

Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando

no tengan más miedo.

Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron

pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo

que oscurecía el cielo.

-Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y

pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a

tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.

-Sí, un dique! Un dique!-gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la

orilla-. Hagamos un dique!

En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y

echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y

quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la

especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los

empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un

metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni

chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados. Y

como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.

Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor.

Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué

les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí

no iba a pasar.

En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los

hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa

atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les

impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y

miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el

vapor.

El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los

yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y

los hombres del bote gritaron:

-¡Eh, yacarés!

-¡Qué hay!-respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los

troncos del dique.

-¡Nos esta estorbando eso!-continuaron los hombres.

-¡Ya lo sabemos!

-¡No podemos pasar!

-¡Es lo que queremos!

-¡Saquen el dique!

-¡No lo sacamos!

Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron

después:

-¡Yacarés!

-¿Qué hay?-contestaron ellos.

-¿No lo sacan?

-¡No!

-¡Hasta mañana, entonces!

-¡Hasta cuando quieran!

Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos,

daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y

siempre, siempre, habría pescados.

Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el

buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era

otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué

nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no.

¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!

-¡No, no va a pasar!-gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada

cual a su puesto entre los troncos.

El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro

bajó un bote que se acercó al dique.

Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:

-¡Eh, yacarés!

-¡Qué hay! -respondieron éstos.

-¿No sacan el dique?

-No.

-¿No?

-¡No!

-Está bien-dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a

cañonazos.

-¡Echen!-contestaron los yacarés.

Y el bote regresó al buque.

Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un

acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido

una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de

gritar a los otros yacarés:

-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado!

¡Escóndanse!

Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia

la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente

fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube

blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una enorme bala de

cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos

volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y otra más,

y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta

que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una

cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y

los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente

afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda fuerza.

Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:

-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.

Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con

troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y

estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra

llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.

-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.

-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.

-¡Saquen ese otro dique!

-¡No lo sacamos!

-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!

-¡Deshagan... si pueden!

-¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo

dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.

Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un

horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta

vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos,

hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda

reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y

así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada,

nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los

hombres les hacían burlas tapándose la boca.

-Bueno-dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir

todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.

Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.

El viejo yacaré dijo entonces:

-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí.

Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio

un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo

que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con

nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos

todos.

El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían

comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más

relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver

al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y

que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen

hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.

-¡Eh, Surubí!-gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin

atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.

-¿Quién me llama?-contestó el Surubí.

-¡Somos nosotros, los yacarés!

-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de

mal humor.

Entonces el viejo yacaré se adelentó un poco en la gruta y dijo:

-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje

hasta el mar!

Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.

-¡Ah, no te había conocido!-le dijo cariñosamente a su viejo amigo-.

¿Qué quieres?

-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por

nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un

acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó

también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de hambre.

Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.

El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:

-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo

que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el

torpedo?

Ninguno sabía, y todos callaron.

-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer

eso.

Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con

otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de

aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una

cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se

colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como

las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se

habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del

último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el

torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban,

saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al

torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la

corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar

donde habían construido su último dique, y comenzaron en seguida otro,

pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del

Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un

dique realmente formidable.

Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del

dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el

oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se

treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.

-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.

-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.

-¿Otra vez el dique?

-¡Sí, otra vez!

-¡Saquen ese dique!

-¡Nunca!

-¿No lo sacan?

-¡No!

-¡Bueno; entonces, oigan-dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique,

y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a

ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo-ni grandes, ni

chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo

yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la

boca.

El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba,

le dijo:

-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero

usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su

inmensa boca.

-¿Qué van a comer, a ver?-respondieron los marineros.

-A ese oficialito-dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.

Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del

dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo

hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida,

los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando

únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado

de su torpedo.

De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer

cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del

dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.

Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el

dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:

-Suelten el torpedo, ligero, suelten!

Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.

En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el

torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo

ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó

contra el buque.

¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo

cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en

astillas otro pedazo del dique.

Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo

vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo.

Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado

para que el torpedo no lo tocara.

Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el

centro, y reventó.

No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el

torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el

aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones,

lanchas, todo.

Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique.

Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los

hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río

arrastraba.

Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos

lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban

tapándose la boca con las patas.

No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo

cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo,

el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de

boca se lo comió.

-¿Quién es ése?-preguntó un yacarecito ignorante.

-Es el oficial-le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido

que lo iba a comer, y se lo ha comido.

Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto

que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había

enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los

regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré,

pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón,

abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes

prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy

bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora,

el Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo

admiraban con la boca abierta.

Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias

infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados

volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices,

porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que

llevan naranjas.

Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

LA GAMA CIEGA

Había una vez un venado -una gama-, que tuvo dos hijos mellizos, cosa

rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y

quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían

siempre cosquillas en los costados.

Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la oración

de los venados. Y dice así:

I

Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas

son venenosas.

II

Hay que mirar bien el río y quedarse quieta antes de bajar a beber, para

estar seguro de que no hay yacarés.

III

Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento,

para sentir el olor del tigre.

IV

Cuando se come pasto del suelo, hay que mirar siempre antes los yuyos

para ver si hay víboras.

Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo

hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.

Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo

las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que

estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenía un color

oscuro, como el de las pizarras.

¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy

traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.

Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían

salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que

caminaban apuradas por encima.

La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces,

muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió

con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima, porque las

bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban

porque no tenían aguijón. Hay abejas así.

En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a

contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente.

-Ten mucho cuidado, mi hija -le dijo-, con los nidos de abejas. La miel

es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te

metas con los nidos que veas.

La gamita gritó contenta:

-¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican, las abejas, no.

-Estás equivocada, mi hija -continuó la madre-. Hoy has tenido suerte,

nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija; porque

me vas a dar un gran disgusto.

-Sí, mamá! ¡Sí mamá!-respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a

la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los

hombres en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.

Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una

fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido

también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas

eran más grandes, la miel debía ser más rica.

Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas creyó que

su mamá exageraba, como exageran siempre las madres de las gamitas.

Entonces le dio un gran cabezazo al nido.

¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas,

miles de avispas que la picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el

cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es

mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.

La gamita, loca de dolor, corrió y corrió gritando, hasta que de repente

tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.

Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó

quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar

desesperadamente.

-¡Mamá... ¡Mamá! ...

Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló

al fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó

paso a paso hasta su cubil, con la cabeza de su hija recostada en su

pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el camino, se

acercaban todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.

La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella

sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un

hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también

venados, pero era un hombre bueno.

La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que

cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a hacerlo. Pero

antes quiso ir a pedir una carta de recomendación al Oso Hormiguero,

que era gran amigo del hombre.

Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó

corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la

guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio.

Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una

especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y por

encima del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos

cintas que pasan por encima de los hombros. Tienen también la cola

prensil, porque viven siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.

¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el Oso Hormiguero y el

cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el

motivo a nuestros oídos.

La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.

-¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! -llamó jadeante.

-¿Quién es?-respondió el Oso Hormiguero.

-¡Soy yo, la gama!

-¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?

-Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La

gamita, mi hija, está ciega.

-¿Ah, la gamita?-le respondió el Oso Hormiguero-. Es una buena

persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada

escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.

Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama

una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los

colmillos venenosos.

-Muéstrele esto- dijo aún el comedor de hormigas-. No se precisa más.

-¡Gracias, Oso Hormiguero!- respondió contenta la gama-. Usted

también es una buena persona.

Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.

Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas

llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y

arrimarse a las paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban

ante la puerta del cazador.

-¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!- golpearon.

-¿Qué hay?- respondió una voz de hombre, desde adentro.

-¡Somos las gamas!... ¡ Tenemos la cabeza de víbora!

La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que

ellas eran amigas del Oso Hormiguero.

-¡Ah, ah!- dijo el hombre, abriendo la puerta-. ¿Qué pasa?

Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.

Y contó al cazador toda la historia de las abejas.

-¡Hum!... Vamos a ver qué tiene esta señorita- dijo el cazador. Y

volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo

sentar en ella a la gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse

mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un vidro redondo

muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento colgado

de su cuello.

-Esto no es gran cosa- dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la

gamita-. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en

los ojos todas las noches, y téngala veinte días en la oscuridad. Después

póngale estos lentes amarillos, y se curará.

-¡Muchas gracias, cazador!- respondió la madre, muy contenta y

agradecida-. ¿Cuánto le debo?

-No es nada- respondió sonriendo el cazador-. Pero tenga mucho

cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un

hombre que tiene perros para seguir el rastro de los venados.

Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada

momento, Y con todo, los perros las ofgatearon y las corrieron media

legua dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la

gamita iba balando.

Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero solo la gama

supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran

árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada. Por

fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de ramas

que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la

gamita con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:

-¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!

Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de

alegría, al ver curada su gamita.

Y se curó del todo; Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita

tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a

toda costa pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella, y no

sabía cómo.

Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer

la orilla de las lagunas y bañados, buscando plumas de garza para

llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de

aquella gamita ciega que él habia curado.

Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto muy

contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no

se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la

puerta, y vio a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo

mojado de plumas de garza.

El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el

cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces

plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió

con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la vez anterior de

cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía la risa. Pero

en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó

loca de contenta.

Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se

empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho dinero,

y se quedaba las horas charlando con el hombre. El ponía siempre en la

mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su

amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas comen con gran

gusto, y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo, mirando la llama,

porque el hombre tenía una estufa de leña mientras afuera el viento y la

lluvia sacudían el alero de paja del rancho.

Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta.

Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la

mesa el jarrito con miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía,

esperando en la puerta el ¡tan-tan! bien conocido de su amiga la gamita.

HISTORIA DE DOS CACHORROS DE COATI Y DE DOS

CACHORROS DE HOMBRE

Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo

frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los

árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían

corriendo con la cola levantada.

Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió

un día arriba de un naranjo y les habló así:

-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida

solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre

solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo

de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos,

porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es

gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta

diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos

de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos

de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque

es peligroso.

Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los

perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo

un diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un

gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza

al suelo, por alto que sea el árbol.- Si no lo hacen así los matarán con

seguridad de un tiro.

Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron,

caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si

hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.

El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos

y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse

dormido. El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió

cuantas naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte,

como pasa en el Paraguay y Misiones, y ningún hombre vino a

incomodarlo. El tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo

que andar todo el día para encontrar únicamente dos nidos; uno de

tucán que tenía tres huevos, y uno de tórtola, que tenía sólo dos. Total,

cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer

la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy

triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la

recomendación de su madre.

-¿Por qué no querrá mamá -se dijo- que vaya a buscar nidos en el

campo?

Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro.

-¡Qué canto tan fuerte! -dijo admirado-. ¡Qué huevos tan grandes debe

tener ese pájaro!

El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por entre el

monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a su

derecha. El sol caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó

a la orilla del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio la casa de los

hombres, y vio a un hombre con botas que llevaba un caballo de la

soga. Vio también un pájaro muy grande que cantaba y entonces el

coaticito se golpeó la frente y dijo:

-¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ese. Es un gallo; mamá me

lo mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto

lindísimo, y tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera

comer huevos de gallina!...

Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte como los

huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la

recomendación de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la

orilla del monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al gallinero.

La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se

encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamente: no se sentía el

menor ruido. El coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien, mil,

dos mil huevos de gallina, entró en el gallinero, y lo primero que vio bien

en la entrada, fue un huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un

instante en dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo muy

grande; pero la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.

Apenas lo mordió, ¡TRAC! un terrible golpe en la cara y un inmenso

dolor en el hocico.

-¡Mamá, mamá!- gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero

estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.

Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara bien la

noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba sobre la gramilla

con sus hijos, dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían

riendo, se caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse. El

padre se caía también, con gran alegría de los chicos. Dejaron por fin

de jugar porque ya era de noche, y el hombre dijo entonces:

-Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a matar los

pollos y robar los huevos.

Y fue y armó la trampa. Después comieron y se acostaron. Pero las

criaturas no tenían sueño, y saltaban de la cama del uno a la del otro y

se enredaban en el camisón. El padre, que leía en el comedor, los

dejaba hacer. Pero los chicos de repente se detuvieron en sus saltos y

gritaron:

-¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está ladrando!

¡Nosotros también queremos ir, papá!

El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran las

sandalias, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por temor a

las víboras.

Fueron. ¿Qué vieron alí? Vieron a su padre que se agachaba, teniendo

al perro con una mano, mientras con la otra levantaba por la cola a un

coatí, un coaticito chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y

estridente, como un grillo.

-¡Papá, no lo mates! -dijeron las criaturas-. ¡Es muy chiquito! ¡Dánoslo

para nosotros!

-Bueno, se lo voy a dar -respondió el padre-. Pero cuídenlo bien, y

sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua como ustedes.

Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gatito montés

al cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de la fiambrera; pero

nunca le dieron agua, y se murió.

En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato montés,

que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos otra vez.

Y cuando era más de medianoche y había un gran silencio, el coaticito,

que sufría mucho por los dientes de la trampa, vio, a la luz de la luna,

tres sombras que se acercaban con gran sigilo. El corazón le dio un

vuelco al pobre coaticito al reconocer a su madre y a sus dos hermanos

que lo estaban buscando.

-¡Mamá, mamá! -murmuró el prisionero en voz muy baja para no hacer

ruido-. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme, ma...

má! ...- y lloraba desconsolado.

Pero a pesar de todo estaban contentos porque se habían encontrado, y

se hacían mil caricias en el hocico.

Se trató en seguida de hacer salir al prisionero. Probaron primero cortar

el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a trabajar con los dientes;

mas no conseguían nada. Entonces a la madre se le ocurrió de repente

una idea, y dijo:

-¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres tienen

herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados como

las víboras de cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!

Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo que uno

solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima entre los tres y

empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al rato la jaula

entera temblaba con las sacudidas y hacía un terrible ruido. Tal ruido

hacía, que el perro se despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los

coatís no esperaron a que el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y

dispararon al monte, dejando la lima tirada.

Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su nuevo huésped,

que estaba muy triste.

-¿Qué nombre le pondremos? -preguntó la nena a su hermano.

-¡Ya sé! -respondió el varoncito-. ¡Le pondremos Diecisiete!

¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más

raro. Pero el varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal vez le había

llamado la atención aquel número.

El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas, chocolate,

carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en

un solo día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del

cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi

resignado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas

que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de

hombre que tan alegres y buenos eran.

Durante las noches siguientes, el perro durmió tan cerca de la jaula, que

la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento.

Cuando a la tercera noche llegaron de nuevo a buscar la lima para dar

libertad al coaticito, éste les dijo:

-Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son muy

buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a

dejar suelto muy pronto. Son como nosotros. Son cachorritos también,

y jugamos Juntos.

Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron,

prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.

Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus hermanos

iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por entre el tejido

de alambre, y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.

Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba de

noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por

andar muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se

querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran

aquellos cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las

dos criaturas.

Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba,

los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se

acercaron muy inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi

la pisaban, una enorme víbora que estaba enroscada a la entrada de la

jaula. Los coatís comprendieron en seguida que el coaticito había sido

mordido al entrar, y no había respondido a su llamado porque acaso

estaba ya muerto. Pero lo iban a vengar bien. En un segundo, entre los

tres, enloquecieron a la serpiente de cascabel, saltando de aquí para

allá, y en otro segundo, cayeron sobre ella, deshaciéndole la cabeza a

mordiscones.

Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el coaticito, tendido,

hinchado, con las patas temblando y muriéndose. En balde los coatís

salvajes lo movieron; lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante

un cuarto de hora. El coaticito abrió por fin la boca y dejó de respirar,

porque estaba muerto.

Los coatís son casi refractarios, como se dice, al veneno de las víboras.

No les hace casi nada el veneno, y hay otros animales, como la

mangosta, que resisten muy bien el veneno de las víboras. Con toda

seguridad el coaticito había sido mordido en una arteria o una vena,

porque entonces la sangre se envenena en seguida, y el animal muere.

Esto le había pasado al coaticito.

Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo rato. Después,

como nada más tenían que hacer allí, salieron de la jaula, se dieron

vuelta para mirar por última vez la casa donde tan feliz había sido el

coaticito, y se fueron otra vez al monte.

Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados y su

preocupación era ésta: ¿Qué iban a decir los chicos, cuando, al día

siguiente, vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos le querían

muchísimo y ellos, los coatís, querían también a los cachorritos rubios.

Así es que los tres coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles

ese gran dolor a los chicos.

Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo siguiente: el segundo de los

coatís, que se parecía muchísimo al menor en cuerpo y en modo de ser,

iba a quedarse en la jaula, en vez del difunto. Como estaban enterados

de muchos secretos de la casa, por los cuentos del coaticito, los chicos

no conocerían nada; extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.

Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito

reemplazó al primero, mientras la madre y el otro hermano se llevaban

sujeto a los dientes el cadáver del menor. Lo llevaron despacio al

monte, y la cabeza colgaba, balanceándose, y la cola iba arrastrando

por el suelo.

Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente, algunas

costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan bueno y

cariñoso como el otro, las criaturas no tuvieron la menor sospecha.

Formaron la misma familia de cachorritos de antes, y, como antes, los

coatís salvajes venían noche a noche a visitar al coaticito civilizado, y se

sentaban a su lado a comer pedacitos de huevos duros que él les

guardaba, mientras ellos le contaban la vida de la selva.

EL PASO DEL YABEBIRI

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque

“Yabebirí” quiere decir precisamente, “Río de las rayas”. Hay tantas,

que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un

hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar

renqueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y

cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede

sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados, algunos

hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al

río, matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca

mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos

los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran

bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pescaditos. El no se

oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que

mataran inútilmente a millones de pescaditos. Los hombres que tiraban

bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter

serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y

todos los pescados quedaron muy contentos. Tan contentos y

agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pescaditos, que

lo conocían apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la

costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy

contentas de acompañar a su amigo. El no sabía nada, y vivía feliz en

aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el

Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

-¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron

al zorro:

-¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?

-¡Ahí viene!-gritó el zorro de nuevo-. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre

viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso,

porque es un hombre bueno!

-¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! -contestaron las

rayas-. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar! -¡Cuidado en él!-

gritó aún el zorro-¡No se olviden de que es el tigre!

Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.

Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y

pareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la

cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la

sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque

estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el

agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el

hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo

picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la

gran cantidad de sangre que había perdido.

Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su

amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el

agua.

-¡El tigre! ¡El tigre!-gritaron todas, lanzándose como una flecha a la

orilla.

En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía

persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba

también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al

hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se

echó al agua, para acabar de matarlo.

Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si le hubieran

clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás:

eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con

toda su fuerza el aguijón de la cola.

El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el

agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo,

comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y

entonces gritó enfurecido:

-¡Ah, ya se lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!

-¡No salimos!-respondieron las rayas.

-¡Salgan!

-¡No salimos! ¡El es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!

-¡El me ha herido a mí!

-¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte!

¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa!

-¡Paso! -rugió por última vez el tigre.

-¡NI NUNCA!-respondieron las rayas.

(Ellas dijeron “ni nunca” porque así dicen los que hablan guaraní, como

en Misiones).

-¡Vamos a ver!-bramó aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y

dar un enorme salto.

El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que

si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el

medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.

Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del rio,

pasándose la voz:

-¡Fuera de la orilla! -gritaban bajo el agua-.

Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal ¡A la canal!

Y en el segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender

el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del

agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió

ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la

orilla, engañadas...

Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como

puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que

le acribillaban las patas a picaduras.

El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor eran tan atroz, que

lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó

en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la

barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.

Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las

rayas.

Pero aunque habían vencido al tigre las rayas no estaban tranquilas

porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros

muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.

En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso

loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio

también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río.

Y tocando casi el agua con la boca, gritó:

-¡Rayas! ¡Quiero paso!

-¡No hay paso! -respondieron las rayas.

-¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso!-rugió la tigra.

-¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa!-respondieron ellas.

-¡Por última vez, paso!

-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas.

La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una

raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre

los dedos. Al bramido de dolor del animal, las rayas respondieron,

sonriéndose: -¡Parece que todavía tenemos cola!

Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se

alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.

Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su

enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte,

donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una

inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.

-¡Va a pasar el río aguas más arriba!-gritaron-. ¡No queremos que mate

al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!

Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.

-¡Pero qué hacemos!-decían-. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La

tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender

el paso a toda costa!

Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente, dijo de

pronto:

-¡Ya está! ¡Que vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros!

¡Ellos nadan más ligero que nadie!

-¡Eso es! -gritaron todas-. ¡Que vayan los dorados!

Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas

de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda

velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los

torpedos.

A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el

paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la

isla.

Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en cuanto la tigra hizo

pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndolas a

aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba, saltaba en

el agua, hacía volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas

continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal

modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a

la orilla, con las cuatro patas mostruosamente hinchadas; por allí

tampoco se podía ir a comer al hombre.

Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre

y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.

¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una

larga conferencia. Al fin dijeron:

-¡Ya sabemos lo que es. Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir

todos. Van a venir todos los tigres y van a pasar!

-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta

experiencia.

-¡Sí, pasarán. compañeritas!-respondieron tristemente las más viejas-.

Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro

amigo.

Y fueron todos a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de

hacerlo, por defender el paso del río.

El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre,

pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le

contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los

tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con

la amistad de las rayas que le habían salvado la vida, y dio la mano con

verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo

entonces:

-¡No hay remedio! Si los tigses son muchos, y quieren pasar, pasarán...

-¡No pasarán!-dijeron las rayas chicas-. ¡Usted es nuestro amigo y no

van a pasar!

-¡Sí, pasarán, compañeritas!-dijo el hombre. Y añadió hablando en voz

baja:

-El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester

con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de

los pescados... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.

-¿Qué hacemos entonces?-dijeron las rayas ansiosas.

-A ver, a ver...-dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la

frente, como si recordara algo-. Yo tuve un amigo... un carpinchito que

se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al

monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...

Las rayas dieron entonces un grito de alegría:

-¡Ya sabemos! ¡Nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta

de la isla! ¡El nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar

en seguida!

Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al

carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la

palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que

era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta

carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de

veinticinco balas...

Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un

sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha.

Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se

mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el

pajonal a llevarla a la casa del hombre.

No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de

concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes,

de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de

todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los

tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a

toda velocidad.

Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma

de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.

Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí.

Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la

orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.

-¡Paso a los tigres!

-¡No hay paso!-respondieron las rayas.

Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban

velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban

esperando órdenes, y les gritaron:

-¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma!

¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren

todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!

Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo,

haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.

-¡Paso, de nuevo!

-¡No se pasa!

-¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no dan paso!

-¡Es posible!-respondieron las rayas-. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de

tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar

por aquí!

Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:

-¡Paso pedimos!

-¡NI NUNCA!

Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se

lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas.

Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los

tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos,

manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con

el vientre abierto por las uñas de los tigres.

El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares ...

pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a

tenderse y bramar en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas,

pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían

sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer

al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.

Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora, todos

los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de

dolor; ni uno solo había pasado.

Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas,

muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:

-No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan

a buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas que haya en

el Yabebirí!

Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligero

que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.

Las rayas fueron entonces a ver al hombre.

-¡No podremos resistir más!-le dijeron tristemente las rayas. Y aun

algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.

-¡Váyanse, rayas!-respondió el hombre herido-. ¡Déjenme solo!

¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!

-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas en un solo clamor-. ¡Mientras haya

una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al

hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!

El hombre herido exclamó entonces, contento:

-¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les

aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para

largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!

-¡Sí, ya lo sabemos!-contestaron las rayas entusiasmadas.

Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En

efecto: los tigres, que ya habían descansado, se pusieron bruscamente

en pie, y agachándose como quien va a saltar, rugieron:

-¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!

-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los

tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha.

Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla estaba rojo de sangre, y la

sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban

deshechas por el aire y los tigres bramaban de dolor; pero nadie

retrocedía un paso.

Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el

ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo,

llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban

luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya y las que quedaban

estaban todas heridas y sin fuerzas.

Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y

que los tigres pasarían; y las pobres rayas, que preferían morir antes que

entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya

todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las

rayas, desesperadas, gritaron:

-¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!

Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y

en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía

más que sus cabezas.

Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado

y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito,

que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para

que no se mojaran.

El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para

entrar en defensa de la rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara

con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya

en esta posición cargó el winchester con la rapidez de un rayo.

Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas,

ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla

y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese

momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y

pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente

agujereada de un tiro.

-¡Bravo, bravo! -clamaron las rayas, locas de contentas-. ¡El hombre

tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!

Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el

hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre

muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas

respondían con grandes sacudidas de la cola.

Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres

fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras

otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron.

Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron

hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contentos.

En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan

numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a

las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí,

en las noches de verano le gustaba tenderse en la playa y fumar a la luz

de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los

pescados que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a

ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.

LA ABEJA HARAGANA

Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es

decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores;

pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del

todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol

calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía

que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las

moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.

Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a

salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban

trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento

de las abejas recién nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el

proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay

siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no

entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con

gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido

todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.

Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar,

diciéndole:

-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas

debemos trabajar.

La abejita contestó:

-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho

-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que

trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.

Y diciendo así la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente

las abejas que estaban de guardia le dijeron:

-Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondió en seguida:

-¡Uno de estos días lo voy a hacer!

-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días le respondieron- sino

mañana mismo. Acuérdate de esto.

Y la dejaron pasar.

Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran

nada, la abejita exclamó:

-¡Sí, sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!

-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-,

sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que

mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.

Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.

Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la

diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a

soplar un viento frío.

La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo

calentito que estaría allá dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas

que estaban de guardia se lo impidieron.

-¡No se entra!-le dijeron fríamente.

-¡Yo quiero entrar!-clamó la abejita-. Esta es mi colmena.

-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron

las otras-. No hay entrada para las haraganas.

-¡Mañana sin falta voy a trabajar!-insistió la abejita.

-No hay mañana para las que no trabajan - respondieron las abejas,

que saben mucha filosofía.

Y esto diciendo la empujaron afuera.

La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía

y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el

cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.

Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos

y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a

tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.

-¡Ay, mi Dios!-clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de

frío.

Y tentó entrar en la colmena.

Pero de nuevo le cerraron el paso.

-¡Perdón!-gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!

-Ya es tarde-le respondieron.

-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!

-Es más tarde aún.

-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!

-Imposible.

-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:

-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso

ganado con el trabajo. Vete.

Y la echaron.

Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la

abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero;

cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.

Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se

halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color

ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.

En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían

trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.

Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al

encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:

-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.

Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino

que le dijo:

-¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a

estas horas.

Es cierto -murmuró la abejita-. No trabajo, y yo tengo la culpa.

-Siendo asi-agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un

mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.

La abeja, temblando, exclamó entonces:

-¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque

es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.

-¡Ah, ah!-exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a

los hombres? ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a

ustedes, son más justos, grandísima tonta?

-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.

-¿Y por qué, entonces?

-Porque son más inteligentes.

Así dijo la abejita. Pero la culebra se echo a reír, exclamando:

-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.

Y se echo atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:

-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.

-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa?- se rió la culebra.

-Así es- afirmó la abeja.

-Pues bien- dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos

pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te

como.

-¿Y si gano yo?- preguntó la abejita.

-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche

aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?

-Aceptado- contestó la abeja.

La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una

cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:

Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de

nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un

eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.

Los muchachos hacen bailar como trompas esas cápsulas, y les llaman

trompitos de eucalipto.

-Esto es lo que voy a hacer- dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!

Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la

desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó

bailando y zumbando como un loco.

La culebra reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho

ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se

habia quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de

naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:

-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.

-Entonces, te como -exclamó la culebra.

-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie

hace.

-¿Qué es eso?

-Desaparecer.

-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-.

¿Desaparecer sin salir de aquí?

-Sin salir de aquí.

-¿Y sin esconderte en la tierra?

-Sin esconderme en la tierra.

-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida -dijo la

culebra.

El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo

de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un

arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda

de dos centavos.

La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo

así:

-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse

vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga “tres” búsqueme por todas

partes, ¡ya no estaré más!

Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: “uno..., dos..., tres”,

y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había

nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la

plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.

La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy

buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se

había hecho? ¿Dónde estaba?

Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la

cueva.

-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu

juramento?

-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?

-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja

cerrada de la plantita.

¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era

una sensitiva, muy común también en Buenos Aires, y que tiene la

particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente

que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica,

y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al

contacto de la abeja, las hojas se cerraron, ocultando completamente al

insecto.

La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de

este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de

él para salvar su vida.

La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto

que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa

que había hecho de respetarla.

Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra

la pared mas alta de la caverna, porque la tormenta se había

desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.

Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más

completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse

sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.

Nunca jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan

larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras

noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.

Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto,

la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena

hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron

pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era

la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una

noche un duro aprendizaje de la vida.

Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni

fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término

de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a

las jóvenes abejas que la rodeaban:

-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan

fuertes. Yo usé una sola vez mi inteligencia, y fue para salvar mi vida.

No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas.

Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo

que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.

Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros

esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada

uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra

filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

selva

Horacio Quiroga