SIMCE. Una invitación a no perder el sentido evaluativo.
No cabe duda que la evaluación del Sistema Nacional de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE) que se aplica a cuarto año básico, octavo año básico y segundo año medio, genera un alto impacto al interior del sistema educativo. Pese a un importante número de detractores y a todos los aspectos discutibles que el instrumento pueda tener, se ha constituido en un referente obligado al momento de establecer cualquier discusión respecto a los logros de la educación chilena.
Pero ¿Cuál es el real impacto que tienen los resultados de esta evaluación en la mejora de los aprendizajes de los niños y niñas de nuestro país?
En este sentido, la función del Ministerio de Educación es a lo menos dual, ya que por una parte busca informar sobre el desempeño de los estudiantes y por otra, define políticas relacionadas con la distribución de recursos a escuelas con mayores deficiencias, lo que se traduce en medidas como: otorgar incentivos a establecimientos educacionales que superan sus puntajes o establecer programas de intervención externa que pretenden contribuir a la mejora en la calidad y la equidad de la educación.
Sin embargo, todos los esfuerzos desarrollados al interior de los colegios, parecen estar enfocados sólo a aspectos cuantitativos relacionados con aumentar el puntaje de la pruebas y el método para determinar las cifras más adecuadas surge de la comparación. Dicho contraste se realiza tomando como principales referencias, a otras escuelas que se encuentran dentro de un mismo espacio geográfico o que atienden a familias provenientes de sectores socioeconómicos similares.
Tanto en el sistema educativo de financiamiento público, como en el sistema particular subvencionado, existe una intención constante de que los establecimientos logren, en un plazo relativamente breve, subir los puntajes de las pruebas SIMCE ya que significan una cierta posición en un ranking. Dichos ranking, son elementos de consulta permanente de padres y apoderados y son un factor determinante a la hora de escoger un colegio; sin lugar a dudas, quién puede escoger un colegio para sus hijos, elegirá uno con un “buen” rendimiento en esta prueba.
Los resultados de las mediciones SIMCE son de conocimiento público y habitualmente no se utilizan para evaluar en qué proporción ha mejorado su gestión y desempeño un establecimiento con respecto a sí mismo, sino que se emplean como estándar de medida entre colegios. Se generan una serie de listados publicados por los medios de comunicación, que lejos de relacionarse con el aumento de la calidad de los aprendizajes, están más vinculados a una competencia en un estricto rigor mercantil.
Mayor puntaje, parece asegurar mayor demanda de usuarios y a su vez una mejora de ingresos por efecto de la subvención que se paga por cada alumno y el indicador de la calidad de los logros de aprendizajes de nuestros niños y niñas, se aleja de su intención original convirtiéndose, peligrosamente, en un bien de mercado. Lograr un buen lugar en la medición nacional se considera una inversión y cada establecimiento asume los costos dentro de sus posibilidades.
El valor otorgado a los puntajes, transformados en escalafones donde se ubican los colegios, genera que al interior de los establecimientos educacionales exista una verdadera carrera por sumar. Las políticas internas de los establecimientos, otorgan a la prueba SIMCE, un grado de connotación tal, que se destinan una serie de recursos en su preparación: se asignan horas de docentes encargados de planificar y ejecutar ensayos, se programan planes de “práctica” desde cursos menores para familiarizar a los alumnos en el modelo de prueba; todo como parte de una estrategia para mejorar la posición del colegio.
El problema radica esencialmente en que, en la mayoría de los casos, los esfuerzos no tienen mayor relación con mejorar la calidad de los aprendizajes; en situaciones extremas, incluso se dejan de desarrollar horas de clases en subsectores que no rinden el mencionado examen, para destinar mayor tiempo a la práctica y el adiestramiento de los niños y niñas.
La política comunicacional del Ministerio De Educación mantiene una página web dedicada a la prueba SIMCE, en ella, se encuentran parte de los objetivos de la medición pero a su vez se encuentra una sección dedicada a proporcionar material de ensayo con pruebas similares a la aplicada. Una evaluación debe medir en qué grado se han logrado los objetivos propuestos para un período de tiempo y ensayar la evaluación parece más bien indicar que el Ministerio De Educación se interesa por lograr cifras positivas antes que evaluar en sentido estricto.
El interés por cifras positivas parece ser transversal a todos los niveles del sistema, e inversamente proporcional al interés por una evaluación genuina que aporte datos relevantes para dirigir políticas enfocadas a calidad de los aprendizajes. Los establecimientos reciben un dato y tratan de modificarlo realizando los esfuerzos sobre la preparación de la evaluación y no por la mejora de los aprendizajes que este dato implica.
Sin duda, un gran número de docentes continúan en la dinámica de la transmisión de contenidos, con lo que se produce una dicotomía importante entre lo que los estudiantes viven en sus clases día a día y las situaciones relacionadas con preparar y ensayar para una evaluación más vinculada con el logro de habilidades; y la sensación, es que pasando el cuarto básico, se retoma la “pedagogía habitual” volviendo a romperse la rutina en octavo básico o segundo medio.
La pedagogía del día a día en las escuelas chilenas, cambia de manera casi imperceptible; una buena cantidad de los docentes con mayor rango etáreo se incorporan con dificultad a los requerimientos educativos impulsados por la reforma educativa y gran parte de los docentes de menor edad tienden a reproducir la forma en que fueron educados. La mayoría de los cambios en el sistema están relacionados con la forma y la infraestructura, pero no se aprecia un cambio didáctico relevante y profundo que se oriente a los objetivos fundamentales del currículo nacional.
Mantener, una forma de hacer en la escuela y enfrentar una evaluación estandarizada con estrategias centradas en el ensayo, que no presentan mayor relación con los logros reales, no muestra gran impacto y genera aún mayor brecha entre los establecimientos de menores recursos y los que cuentan con suministros suficientes para oficiar cambios mayores.
Cada colegio debería mejorar en su gestión y desempeño para lograr que sus alumnos alcancen los objetivos que se han propuesto, pero el énfasis se está poniendo en el lugar equivocado y se transmite la presión social, que reciben los directivos de los establecimientos, a los profesores y principalmente a los niños y niñas. Todo el cuarto básico parece una carrera por lograr unas respuestas adecuadas frente a un instrumento y se exige a los estudiantes, demostrar habilidades que jamás se ha buscado desarrollar en clases.
Observar lo que sucede a los establecimientos con mayores dificultades respecto a la evaluación SIMCE implica también, confrontar dicha realidad con la de los colegios que mejor se desenvuelven ante esta medición. En dichos establecimientos también se puede inferir una incoherencia de métodos y estrategias que podrían explicar las mediocres posiciones que Chile presenta en el marco internacional incluso con sus colegios más destacados.
Si se observan posibles explicaciones de los desempeños de los estudiantes, un factor relevante parece ser el nivel socioeconómico de las familias y su bagaje cultural. Frente a lo cual caben interrogantes relacionadas con determinar en qué medida es la escuela la que logra desarrollo de habilidades y cuál es el impacto real de su gestión. El factor “cuna”, al parecer, tiene más peso que la intervención de la escuela, lo cual pone en tela de juicio la efectividad de ciertos establecimientos que cuentan con buenos puntajes.
Frente a esta situación parecen ser la denominadas “escuelas efectivas” las que podrían dar pistas más claras de qué hacer, para lograr mejoras sustantivas. Sin embargo, éstas parecen tener un carácter selectivo, al menos frente a la adaptación escolar de los niños y al compromiso de sus familias lo que también puede ser un factor que quite peso a su impacto real.
En definitiva, existe una brecha entre lo que desarrollan los niños y niñas día a día durante la educación básica como actividades de enseñanza-aprendizaje y los logros que obtienen mediante éstas, y lo que se pretende demostrar en la evaluación SIMCE. Los docentes, en su gran mayoría no buscan el logro de objetivos, sino la transmisión de contenidos; generando una situación ficticia relacionada con la preparación para rendir dicha evaluación que no tiene mayor impacto en los alumnos.
La información que entrega la evaluación SIMCE se usa con fines comerciales y no se constituye en una herramienta que posibilite la mejora de la calidad de la educación chilena; ya que los énfasis, los esfuerzos no están puestos en mejorar dicha calidad, sino que están enfocados a una mejora cuantitativa de un puntaje vacío. Esta tendencia parece estar avalada por los organismos gubernamentales que relevan las cifras y en cierta medida invitan al adiestramiento de los alumnos frente al instrumento.
Mejorar requiere, principalmente, de un cuerpo docente capaz y comprometido, capacitado y reflexivo que trabaje a diario sobre aprendizajes orientados por los objetivos fundamentales de la educación chilena, con una constancia y seriedad tal, que una evaluación estandarizada no sea considerada un elemento invasivo, sino uno más de las tantas posibilidades para obtener retroalimentación y guiar los procesos pedagógicos.
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